¿En qué pensamos cuando alguien dice “trabajadorxs”? ¿Y cuando alguien dice “secretaria”? ¿Pensamos en lo mismo que cuando se dice “secretario”? ¿En qué pensamos cuando nos imaginamos a unx vestuarista? ¿Y cuándo nos imaginamos unx camarógrafx? ¿Con qué letra reemplazamos la x en cada caso? El resultado de la ecuación para la mayoría de la gente es el mismo. Las mujeres estamos limitadas a ciertas profesiones, generalmente ligadas a las tareas de cuidado o a características supuestamente “femeninas”. Nosotras somos las maestras, las enfermeras, las maquilladoras, vestuaristas, secretarias (y no de Secretaría).

La desigualdad excede a la semántica. Las mujeres también ganamos menos que los hombres por igual trabajo, somos las que menos accedemos a puestos gerenciales, somos las que más horas al día dedicamos a las tareas del hogar (incluso si tenemos trabajos fuera de la casa), somos las que por lo general dejan de lado su crecimiento personal cuando tenemos hijos (incluso si es una decisión de pareja). Somos la población que más engrosa los índices de pobreza y, a la vez, el trabajo no pago que realizamos en casa sostiene el sistema que nos empobrece. Nuestra labor no reconocida es el engranaje invisible que hace girar esa vida pública a la que tanto nos cuesta acceder.  

Las mujeres siempre ponemos el cuerpo. Lo ponemos para tener a lxs hijxs, lo ponemos para las tareas de cuidado y lo ponemos también en la pobreza. En este sistema heteropatriarcal, no es lo mismo ser pobre para una mujer que para un hombre cis heterosexual. Si en un contexto de pobreza las posibilidades de trabajo y capacitación se reducen a unas pocas opciones, en el caso de las mujeres trabajadoras se reducen aún más. Somos quienes soportan la doble desigualdad, socieconómica y de género, y quienes, además, nos hacemos cargo de la pobreza. Las trabajadoras en los barrios, la mayoría de las veces sin representación sindical, son las que más se organizan para hacerle frente a la pobreza, para darle de comer a sus familias, para ayudarse entre ellas.

Las trabajadoras del cuidado hoy están menos reconocidas que antes, pero con muchas más tareas, porque no sólo le dan la copa de leche a lxs niñxs de los comedores y merenderos, hoy realizan ollas populares todos los días para darles de comer a cientos de familias. Son las que hoy también se ponen al hombro la responsabilidad de explicarles a sus vecinos y vecinas cómo hay que prevenir el COVID-19, cómo administrar los pocos recursos de limpieza que existen, cómo hacer un barbijo casero, cómo mantener la distancia unxs con otrxs en escasos metros cuadrados de sus viviendas, donde viven hacinadxs. Por otro lado, son las promotoras contra la violencia de género que existe ahí donde el Estado todavía no llegó, son las que albergan a las violentadas y las que disponen sus números de whatsapp las 24 hs para contener a la que aún no se anima a denunciar.

Nuestro trabajo es doble: visible y (pobremente) remunerado e invisible y no remunerado. Los preconceptos asociados al género y el rol que se nos impone limitan lo que queremos ser y, en muchos casos, nos condenan a la pobreza. La doble desigualdad que sufrimos hace de este nuestro día por partida doble.

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